Fiki y yo crecimos en un ambiente de violencia alimentaria continuada, y de gran intensidad, durante buena parte de nuestra infancia y juventud.
Corrían los años de la E.G.B, Mamaica cosía que se las pelaba largas horas y decidió meternos, mejor dicho someternos, a los rigores culinarios del comedor escolar del "Peral" (vetusto y peyorativo nombre de nuestro centro de estudios)
Durante esos años, mis papilas gustativas retrocedieron a tiempos gastronómicamente olvidados, tiempos sensorialmente más felices, donde una sopa de fideos y pechugas de pollo a la plancha eran manjares de la comida del viernes, augurios de un fin de semana de comida casera y de conejo asado con patatas y alioli.
Una sola cosa tengo que agradecerle a los cuidadores y cocineros de tal salón te tortura estomacal:
Mi afición a la cocina.
Muchas tengo que reprocharles:
Lustros de injusta animadversión a los cocidos, potajes, purés de verduras, pescados de todo tipo, a la "fruta del tiempo (pasado)", a la salsa de tomate (sin cocer...).
Me llevo un viaje de un año por tierras Jamaicanas, a bordo de una familia Chino-Jamaicana para comer, y para mi estupefacción disfrutar del arroz. Me vi forzado a visitar monjas sin zapatos en Ávila, a fin de catar las espléndidas virtudes de las zanahorias, los pimientos y demás regalos de la tierra,íntimamente mezclados en un horno de leña con jugosas carnes, evento para mi inusitados hasta la fecha. Necesité vivir con un francés recalcitrantemente adicto a los quesos olorosos para comprender que el purgatorio, sino el cielo, se encuentra en un trozo de pan y un pedazo de Roquefort, afinado en la oscuridad de una húmeda cueva de las montañas.
Mis papilas gustativas, progresivamente fueron desprendiéndose de sus complejos, de sus miedos y fantasmas del pasado. A base de kilómetros y de vuelos transcontinentales por lugares insospechados, hoy se denuncian a si mismos aventureras del sabor.
Degustaron carne de llama Potosina, patatas negras secadas al sol y al frió de uno de los lugares más inhóspitos del planeta, comieron crujientes hormigas aladas, fritas a las orillas del lago Tanganica, salchichas chinas fabricadas con carne de procedencia más que misteriosa, curry picante de Tailandia, mango verde aderezado con sal, pescado fermentado al norte de Suecia, pulpo seco de la costa índica de Madagascar, intestinos de vaca rellenos de grasa, carne de cocodrilo...
De la mitad de los hitos gustativos podrían decir que disfrutaron, de la mitad restante dirían que fueron "invitaciones demasiado amables para rechazarlas".
Yo aún así, incluso con nuestras desavenencias, les estoy eternamente agradecido por hacerme disfrutar de lujos sencillamente inigualables, como buena Guinness al borde soleado de un canal dublinés, de un buen plato de brócoli a la plancha, de una merluza en salsa verde, o porque no decirlo, un pecado secreto; de una suculenta tajada de hígado de ternera encebollado con patatas fritas.