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Pues si, ya estoy aquí, en Puerto Principe, una capital que, si bien no está de moda, es muy conocida.
Los devenires de como llegué, o más bien habría que decir, de como casi deje de hacerlo, los contaré más adelante, en "La fabulosa fábula del
filibustero".
Lo primero que te llama la atención según bajas del avión y esquivas el caos de cincuenta portamaletas, es el el caos, el de verdad... No se inventan en la tele todos los campos de desplazados, están ahí, ni tampoco es que no sean de verdad los bloques de cuatro pisos que ahora son como una hogaza de pan "bimbo" de hormigos y ferralla. Las montoneras de basura y las aguas residuales se adueñan del paisaje rocambolesco del centro de la ciudad. Uno piensa:- Y eso qu esto no es lo peor.- eso está aun por llegar, los sububios dond viven hacinados cientos de miles, o millones de "príncipes" haitianos, si se me permite otorgar títulos noviliaios, así, al tuntún. Pronto conoceré esa otra realidad, tan entrelazada a la mía, así como distante a la vez que viven bajo sus techumbres de metal roido y telas plásticas.
He de decir que lo segundo que me llamó la atención fue mi casa y eso que advetido estaba. Lo reconozco, vivo en un palacio, o más bien cabría decir en un convento. Es grande, segura, vallada, ostentosa y dentro vive gente que a menudo está encerrada. ¡Vamos, por tener tiene hasta un claustro, supongo yo que para paseemos los reclusos expatriados!. ¡Oiga usted!, no me malinterprete, que entre un suburbio de "Ciudad desastre" y una mansión en "Montaña Opulentia", me quedo con la última. Más que nada, señor, es que ahí ya conozco a la gente y en los arravales, pues que se yo, no tengo prácticamente amigos y viven todos apretados como si lo fuesen. Como guinda del pastel y sin ánimo de ser tachado de frívolo, la vista es mucha mejo desde las alturas, el clima más fresco y los vecinos no te molestan tanto al roncar si están a quince metros de ti.
Pero sobre todo, y eso no se me debe olvidar, yo estoy aquí, esto es, en mi castillo amurallado, por mi propia voluntad. Cualesquiera que sean mis achaques contra este país, maldecido por si mismo, por el mundo y por la naturaleza, he de pensar que no soy uno más, sino uno de los menos, uno de los afortunados entre la miseria de la desesperación y el cólera; el mismo que a mi me da de comer hoy, a miles se lo quitó en estos meses.
Finalizando ya el escrito:
Llegué al fin. Sano, salvo, seguro y donde quiero estar.