Me parece que una de esas posturas del yoga, o tal vez del Kama-Sutra ( a no, esa es la Cabra en el Precipicio) se llama así. Supongo que es una manera buena de empezar el día, como tomando All-Bran o teniendo una “vida regular”, a lo José Coronado y sus Bifidus.
Para nosotros, durante un breve periodo de tiempo era levantarnos de la cama y saludar a “nuestro sol”, un perrito mil-polvos llamado Inti (Sol en quechua). Pero contar eso es ir demasiado rápido, rebobinemos al Diciembre pasado y contemos la historia como se merece.
Llegaban “Esas Fechas” y Ratita “acosaba gentilmente” a Menditxu con la clase de preguntas descritas en “A que huelen las nubes”, solo que esta vez se direccionaban a un único tema “¿Nos haremos regalos de Navidad?”. Menditxu hacia tantas “ikeradas” como le eran posibles, esto es, miraba raro, se reía y trataba de no responder. En una de estas, estaba él distraído cuando dio el “Sí, quiero” a los regalos de navidad. Se había pillado los dedos y le dolía. Pero tenía, como buen truhán, un as debajo de la manga, aunque no sabía si debía sacarlo.
El as se llamaba Inti desde antes de existir. Así fue que el día de Reyes, Menditxu se fue con su amigo Wally, a saber “Donde esta Inti” e ipsofacto lo encontraron. Dormido en una jaulita con otros congéneres de Santa Cruz de la Sierra. Lo vio y supo que era él, el que la profecía de sus sueños describía. Inti, que se sabía “el elegido” desde el primer momento, no hizo malabarismos como el resto de perrines, que se veían en desventaja. Muy al contrario, el hizo lo que mejor le describía, dejarse querer y estar tumbado a la fresca. Además él sabía que al ser barbudo, Menditxu le miraría mejor que al resto de sus barbilampiños amigos.
Desde el principio, el día uno, fue adorable, tanto el cómo las 299 pulgas y 3 garrapatas, que fueron adquiridas en el paquete. Nunca lloraba, nunca ladraba, su mejor arma: el cariño que daba al dejarse hacer. No importa cuán rara fuera la postura, él la mantenía. Boca arriba, boca abajo, cuello atrás, lo que fuera.
Un día, el día dos, vimos que algo iba, como eufemísticamente dice Ratita, un poco regular, pues se la pasaba durmiendo y casi no comía, ni bebía y tenía fiebre. El veterinario, el dio una vitaminas y cositas y en unos minutos estaba comiendo pollo (y mi dedo, que lo sostenía) con voraz apetito, como si jamás lo hubiera comido en sus cuarenta días de vida. Cosa que, por otro lado, probablemente era verdad.
El día tres, cuando regresábamos a Potosí, se empeoró. Tenía el pobre unas lombrices del tamaño de gusanos de tierra y fuimos otra vez al veterinario, con la esperanza de otra inyección milagrosa y una píldora para los indeseados. Pero ese día teníamos que hacer el regreso en bus. Quince horas de saltos y sube-bajas. Inti no lo llevo bien desde el principio, con pises, vómitos y cacas cada poco.
El día cuatro nos amaneció aun en la flota (autobús), casi llegando a Sucre, Inti hizo algo inusual. Ruido, el de alguien, no diré persona, pero casi, que se sabe muy mal y no quiere que se le mueva ni un pelo. A las siete de la mañana, le salió un hilito de saliva por la cabeza y al moverlo, su cuellito no sujetaba la cabeza. Nosotros no sabíamos si estaba o se había ido. Con lo fácil que parece en las pelis. En un par de minutos vimos que no respiraba. En una hora, su cuerpecito estaba rígido. Le vimos morir, literalmente en nuestras manos. A mí, me recordó a Pigüi, un patito que tuve de chaval. No negaré que alguna disimulada lagrimita se me salió, al notar su cuerpecito enfriándose entre mis manos, pero es que en tan solo cuatro días Inti tenía nuestro corazón…y luego se fue con él. Nos queda el pequeño alivio de saber que murió querido, acariciado y cuidado, no en una jaula inmunda.
Valgan estas líneas y fotografías, como póstumo homenaje a esta pequeña bolita de pelo y amor de la que tanto nos acordamos.